Arqueología,  Religión,  Reseñas

Problemas de cronología en la Historia arábica

Reseña de un libro de Youssef Seddik

El tunecino Youssef Seddik, residente en París, ha publicado recientemente (2004) un libro* que pone sobre la mesa un problema que se ha debatido ya varias veces en nuestros círculos y que también fue resaltado por Lüling y Olagüe. Dado que el autor Seddik ha encontrado el mismo enigma sin conocer estos trabajos previos, me sorprende de nuevo la claridad de sus ideas. Se trata de los siguientes hechos:

Existen inscripciones árabes desde Siria y Mesopotamia a través de toda Arabia hasta Yemen, que documentan una presencia de un idioma árabe escrito bastante homogéneo en esta inmensa region para un período de tiempo que va desde la época helénica hasta el siglo III d.C; se han podido detectar variantes locales de esta lengua.

Luego falta todo tipo de documentos escritos hasta el siglo IX-X, momento en el que se fechan los manuscritos e inscripciones más antiguas que se conservan, ahora redactados en árabe clásico. Se usa sobre todo la escritura kúfica, y poco más tarde también la cursiva con los puntos diacríticos. En medio – es decir, en una época que se extiende a lo largo de 600 años sin documentos escritos – sólo existe la leyenda según la cual el profeta Mahoma haya dictado el Corán – que le fue revelado por Dios – a sus escribientes. El segundo califa, Omar, habría juntado las hojas sueltas y el tercero – Osman – establecido una versión escrita del Corán completo, preceptiva para todo el mundo. De todo ello no existe ninguna prueba material: las copias más antiguas que se conservan datan del siglo X y aún muestran fuertes divergencias (como ocurre en Yemen, véase Puin, entre otros). Lo mismo vale de los famosos poemas (mu’allaqat), escritos sobre tablas de madera, que se habrían expuesto durante la juventud de Mahoma en la Caaba: sólo existen los textos, transmitidos a través de copias tardías, no los originales ni tampoco ninguna copia especialmente antigua.

Seddik se pregunta ahora: ¿Por qué se olvidó la escritura unos trescientos años antes de la misión islámica y no se retomó hasta doscientos años después de iniciada ésta? Un cálculo más exacto arroja casi trescientos años para el segundo caso, como admite el propio Seddik, citando Al-Ya’qubi “uno de los autores que, en el sentido temporal, se hallan más cerca del momento de la aparición del Corán (muerto en 905)” (pág. 185).

Seddik encuentra algunas respuestas, pero él mismo intuye que no alcanzan a explicar el enigma. Para la segunda fase del silencio – tras la revelación del Corán – sugiere la siguiente argumentación: El Corán era tan sagrado que la utilización de la escritura se limitaba a partir de ahora a este único libro. Es obvio que las extenas relaciones comerciales de los árabes y las tareas administrativas de su vasto imperio desmienten esta respuesta: ni lo uno ni lo otro podría haber funcionado sin documentos escritos.

A Seddik no se le ocurre otra solución, aunque a veces está a punto de rozar esta pregunta: es evidente que las inscripciones árabes preislámicas se han fechado en correlación con la cronología de la Antigüedad clásica, creada en el siglo XVI. Y los textos islámicos más antiguos, aunque parezca lo contrario, son difíciles de encajar en un orden cronológico exacto; Seddik extrae los datos correspondientes habitualmente de la Enciclopedia del Islam, es decir, de una obra creada por eruditos europeos que tenían un enorme interés en construir una cronología universal. En resumen, Seddik no cae en la cuenta de que el extraño espacio vacío no es un problema cultural sino uno cronológico.

Seddik propone otra pregunta importante: ¿Cómo se ha asimilado la cultura griega en Arabia? ¿Encontramos sus influencias en el Corán y en los hadices? La respuesta es sí: multitud de ejemplos conectan directamente con la civilización jónica (en árabe se utiliza en término ‘Jonia’ para referirse a Grecia). Esto supone otro problema: el profeta Mahoma se refiere siempre a la cultura de la Grecia clásica, no a la bizantina. Cuando menciona a los griegos, siempre se trata de paganos y filósofos clásicos. Con la misma orientación trabaja el califa abasí Al-Ma’mun, que introdujo las ciencias griegas en la visión del mundo árabe. ¡Un salto a través de casi un milenio entero!

Aquí debe de haber un error. Al-Ma’mun (en realidad otra figura legendaria) seguramente habrá utilizado y mandado traducir las ciencias y los escritos de sus contemporáneos. No era arqueólogo sino un estadista moderno con intereses científicos: no quiso escribir una historia de la humanidad antigua sino difundir ciencias de valor actual. Debe haber considerado a Tolomeo como un científico vivo o recientemente fallecido.

El profeta hace también mención de otra cultura: la de Roma (Rum en árabe), que podemos identificar con la Roma Oriental, es decir Bizancio. Pero tampoco se trata del Bizancio cristiano-ortodoxo que imaginaríamos. Se hace referencia a una enseñanza cristiana algo difusa pero claramente diferente a la Iglesia ortodoxa por un abismo conceptual (algo comúnmente reconocido, como no me he cansado de resaltar).

En este contexto hay que mencionar el enigma de los sabeos o seguidores de la cuarta ‘religión del libro’ que el islam reconoce como monoteistas en igualdad de condiciones (aparte de cristianos y judíos, a veces también se integran aquí los ‘magos’ o ‘Gebr’, es decir, los zoroastrios). Las enciclopedias describen a los sabeos – cuando no los confunden con los habitantes de la antigua ciudad de Saba en Yemen – como ‘seguidores de los astros’ :y los definen también como ‘mandeos’ o como ‘cristianos juanitas’ (término que hace referencia a la raíz ‘sobba’: bautista). Sus escrituras sagradas – que al ser ‘libro’ ofrecían la base para su reconocimiento por parte del profeta Mahoma – estaban redactadas en un idioma sirio (árabe) particular. Desde el siglo XIX también fueron editadas en Europa con excelentes exégesis. Una de sus ciudades más florecientes era Harran en el cauce superior del Eúfrates.Cerca de ella se ubica la ciudad de Edessa, muy fortificada, de donde es originario el así llamado sudario de Jesucristo. En esta región se sigue venerando hasta hoy a Abrahán, que nació aquí, se les echa comida a los peces sagrados en los estancos y se reza en la tumba de Job. Aquí, el islam, el cristianismo y el judaísmo siguen formando aquella unidad de la que sueñan los creyentes tradicionales. Este punto es una de las cunas del monoteísmo. Harran fue el escenario en el que la filosofía griega clásica fue transmitida a los sufíes del islam, cómo éstos últimos no se cansaban de resaltar. A veces se considera incluso que fueron los sabeos quienes originalmente transmitieron la idea monoteista a Mahoma (también esto lo elabora Seddik – pág. 190 – aunque cree, confiando en la Enciclopedia del Islam, que la ciudad de Harran es idéntica con Karran, que en realidad se ubica más al este hacia Mosul.

Algunos historiadores localizan la época del rey cristiano de Edessa, Abgar (‘el quinto’) poco antes de la aparición de Mahoma. Fue entonces cuando por primera vez se menciona el sudario de Jesucristo. Una vez más se trata de fijaciones tardías de fechas que no podemos verificar en absoluto, pero que sí permiten intuir qué escenario imaginaban los teólogos cuando redactaron esta parte de la Historia. Los sabeos de Harran, que practicaban un monoteismo impoluto y conectan, sin interrupción alguna, las enseñanzas de Platón con la Sofía (el sufismo), son los hanifas mencionados en el Corán: los primeros musulmanes.

Seddik coloca su bisturí en otro problema, que debería tener consecuencias aún mayores: el del misterioso viajero mencionado en la azora 18 (‘La Cueva’, versículos 83-97) y caracterizado como ‘el señor de los dos cuernos’ (Dhul Qarnein’). Algunos exégetas lo identifican con Alejandro Magno, otros con el Jidr, lo cual ha provocado encendidos debates. Ibn al-Kathir (¿siglo IX?) descarta la identificación del ‘Bicorne’ con Alejandro Magno por sus diferencias conceptuales “aparte de los dos mil años que separan sus épocas”. Seddik no hace comentario alguno a esta detalle, aunque es extraño que no omitiera esta parte de la frase, vista su habitual brevedad al citar sus fuentes. Aquí se esconde un problema irresoluble: Si Ibn al-Kathir hacía referencia a Moisés – al que se le menciona en este contexto como contemporáneo del Jidr, que vive eternamente -, la distancia a Alejandro Magno serían alrededor de mil años (según la cronología de Occidente). Es decir, Ibn al-Kathir o pensaba en otras categorías temporales o se refería a una identificación diferente del Bicorne, lo cual no deja de enredar más el asunto.

Porque en todo caso, Seddik aclara que el mito de Alejandro Magno, tal y como aparece pese a todas las críticas en el Corán, se remonta a la ‘Novela de Alejandro’ (Seudo-Calístenes), que no se pudo introducir en el islam hasta la época de Ibn al-Kathir como muy pronto. O bien el Corán se nutre de la misma fuente como la Novela de Alejandro. Vemos que las fechas disponibles en el ámbito arábico no nos pueden ofrecer un fundamento sobre el que erigir una construcción coherente.

Seddik incluso sugiere en sus traducciones de versos del Corán – sin darse exactamente cuenta de ello – una interpretación orientada hacia la cronología cristiana, lo cual modifica el sentido original de este libro. Escribe para la azora 46, verso 30: “Hemos oído un libro que fue revelado mucho tiempo después de Moisés” aunque el original árabe sólo dice: “…después de Moisés” (min ba’d Musa). Para Seddik transcurren dos mil años entre Moisés y el Corán – desde luego es mucho tiempo – pero un musulmán tradicional sólo fija aquí un período de tiempo de duración desconocida. Tras nuestro nuevo análisis cronológico, el tiempo entre las redacciones de ambas escrituras sagradas quizás acabe reduciéndose a apenas una generación.

Otro ejemplo es el siguiente: En la página 131, en un comentario a la azora 71, versículo 23, se mencionan cinco deidades paganas de los árabes contemporáneos, entre ellos Nasr, el dios en forma de aguila, venerado por los Himyar. Seddik comenta que este culto se abandonó “cuando el pueblo (himyar) se convirtió al judaismo bajo el reinado del vasallo persa Dhu-Nawas (siglo III) o quizás antes”… es decir, unos 300 a 400 años antes de Mahoma. ¿Es que Seddik no ha reparado en este salto temporal? Obviamente no. Todos los comentaristas – también Seddik – coinciden expresamente que los dioses mencionados son las deidades paganas de la época de Mahoma, aunque el contexto se circunscribe a la época de Noé antes del diluvio.

Evidentemente no me sorprende que el Corán se tome la libertad de hacer primar el sentido mitológico sobre el cronológico, pero es extraño que Seddik, en su comentario erudito a este texto, introduce un anacronismo sin rendirse cuenta de ello: de nuevo es el salto a través de 300 años que virtualmente exige identificar Medina con Nicea.

La lectura crítica del Corán que sugiere Seddik y su análisis sobre cómo se ha ido formando la versión actual alcanza niveles sorprendentes y muy enriquecedores, que podrían haber sido aún más agudos si hubiera leído las obras de Lüling o algunos de los trabajos de la crítica cronológica. Aquí sólo quiero destacar otro de los problemas que subraya en su libro:

El peregrinaje a la Caaba de Meca se solía realizar desnudo en épocas de Mahoma. Los habitantes más ricos de Meca solían entregar un vestido a algunos peregrinos para esta ocasión, pero se trataba de una excepción. Habitualmente, los hombres y mujeres rodeaban desnudos la iglesia con el meteorito negro, se dirigían a los montes cercanos, sacrificaban ritualmente a sus animales, bailaban y cantaban. Uno de los primeros peregrinos islámicos que participó en el peregrinaje menciona expresamente que pudo ver como a su compañero, musulmán también, le goteaba el semen del pene.

También se relata que alguien realizaba el peregrinaje unido a otra persona (no se menciona el sexo de ninguno de los dos) a través de un cintillo en la muñeca; el profeta se acercó entonces y cortó la cinta (¿era el único en llevar cuchillo?) porque quería modificar esta tradición pagana. Todo ello sólo puede interpretarse en un sentido: la noche del solsticio de invierno, fecha en la que se habría realizado originalmente el peregrinaje, se celebraba con el rito ‘de la confusión’ como se suele definir tímidamente esta costumbre. Es decir, en el lugar que hasta hoy se sigue llamando Yama’a (unión) tenía lugar una orgía durante la que varones y mujeres libremente realizaban el coito sin previo acuerdo (excepto en el caso de quienes se habían unido con un cintillo), con la finalidad de aumentar la fertilidad y los nacimientos en el seno de la comunidad (tal y como se sigue haciendo en Rusia en la noche del solsticio de verano o entre los bereberes marroquíes durante algunos peregrinajes primaverales). A la mañana siguiente, cuando un dignatario de los Qureich daba la orden, todo el mundo echaba a correr; en la época pagana después de la salida del sol, tras la islamización incluso antes, tal y como se sigue haciendo hoy día.

El profeta encargó a sus dos embajadores un año antes de que expirara su acuerdo con los habitantes de Meca (630 d.C) que solicitaran a éstos un permiso especial para que los musulmanes realizaran el peregrinaje vestidos. La desnudez no era la excepción sino la regla. También en las olimpíadas y otros encuentros rituales griegos, al menos los participantes de los juegos estaban desnudos.

De ahí que tampoco nos pueda sorprender el que la veneración de los ídolos de la Caaba se identificara frecuentemente con la prostitución. Según la tradición, en aquella época existían cuatro modalidades para determinar jurídicamente la paternidad de un hijo. Aparte de la fórmula habitual hasta hoy (es decir, la pareja unida en matrimonio) había otras tres situaciones de igual valor legal, según detalla un relato de Aicha, la mujer de Mahoma, en un hadiz autentificado por Bujari (Seddik, pág. 210): Por una parte, un hombre estéril podía mandar a su esposa a otro hombre justo después de que terminara su menstruación; luego no volvía a tocarla hasta verificar su embarazo, momento a partir del que podía volver a acostarse con ella. Él se consideraba padre del hijo. Otra posibilidad era que un grupo de hasta diez hombres se iba acostando con una mujer que deseaba ser madre. Después de haber dado a luz, ella hacía venir a los hombres y adjudicaba la paternidad al hombre que más digno le parecía. El hombre no tenía derecho a declinar este papel. La tercera opción se reservaba a las prostitutas. Una meretriz, que acababa de dar a luz y tenía colocada una bandera ante su puerta (como vemos aún en los óleos del Bosco) podía declarar a cualquier cliente como padre de su hijo, sin que el hombre en cuestión pudiera rechazarlo. El profeta Mahoma derogó estas tres modalidades de paternidad jurídica y sólo dejó en vigor la que se practica hasta hoy.

Todo ello suena algo difuso, y tampoco menciona la noche de la fertilidad, pero esboza brevemente los esquemas mentales de la época, y nos permite intuir a qué se referían las figuras sexualmente excitantes en las iglesias antiguas y por qué se identifica tantas veces la veneración de ídolos con la prostitución. También muestra que las tres religiones monoteistas – mejor dicho, los tres sistemas jurídicos derivados del monoteismo – perseguían una línea uniforme que imponían a la sociedad mediante la fuerza.

Quizá se pueda añadir aquí una anécdota: según un relato nórdico, un viking, al regresar a casa tras años de ausencia encontró a su mujer con un hijo en brazos. Inquirió la identidad del padre y ella le nombró el criado del establo. Entonces preguntó al criado qué deseaba en compensación. “Un caballo” respondió el criado. “Toma, pues, el mejor que encuentres en mi establo” le autorizó el marido. Con este acto, la paternidad había sido adquirida por el dueño de la casa. Así de sencillo. Los ‘asesinatos de honor’ son un fenómeno monoteista. Cuando conté esta anécdota a algunos bereberes marroquíes, ellos me confirmaron: antes de la islamización, nosotros observábamos costumbres parecidas. Ello da un apoyo adicional a la autenticidad del citado hadiz de Aicha.

El epílogo del libro de Seddik menciona a Harún al-Rachid, ampliamente conocido en Occidente gracias a los relatos de Mil y Una Noches. Seddik dice que “en la consciencia de todo erudito y conocedor del islam es el más luminoso de todos los regentes árabes” (pág. 271), aunque no sea muy claro cuál de sus tres hijos era el primogénito y los historiadores discutían este detalle desde épocas tempranas (algo sorprendente, teniendo en cuenta la central importancia de la primogenitura para un futuro rey). ¿O es que Harún era una figura legendaria? La respuesta podría ser afirmativa (véase también Angelika Müller en la revista alemana VFG). Según Seddik (pág. 276), la madre de Harún – forma árabe de Arón – asfixia al comendador de los creyentes, su hijo primogénito Musa (Moisés, el hermano de Arón en la Biblia) para adjudicar el trono al otro, estratagema que tiene éxito. En la misma noche nace un hijo de Harún, Abdulá, luego conocido como Al-Ma’mun, mientras su madre, griega, muere durante el parto… todos los ingredientes de una leyenda. Harún realizaba a diario cien postraciones durante sus oraciones (las obligatorias son 17, otras 9 se pueden añadir en señal de devoción) y repartía, a diario también, mil dirham de su tesoro privado a los pobres (así lo relata Tabari, a quien se le considera un historiador oficial). A su ministro y amigo más fiel, Ya’far, Harún lo hizo cortar en tres pedazos que durante un año fueron mostrados públicamente en los tres puentes más importantes de Bagdad… hay que ser bastante ingenuo para creer todo esto. Seddik aparenta creerlo y lo cita sin comentarios.

El el epílogo, Seddik también analiza la extraña relación de los árabes con la poesía, a la que considera vinculada al nomadismo, para utilizarla como excusa o explicación para la insuficiencia e incoherencia de la estructura del texto coránico. Así intenta integrar el Corán en un contexto literario que le haga justicia, sin éxito alguno en mi opinión. Y no sólo porque el propio Corán se posiciona expresamente lejos de todo tipo de poesía, cosa que confirman todos los comentaristas islámicos, que siempre distinguen nítidamente entre azoras y poemas, o porque los versículos del Corán utilizan una forma de rima muy diferente a la clásica árabe, sino también porque la clara intención legisladora del Corán pretende ubicarse en una categoría diferente a la de la poesía.

Literatur:

Seddik, Youssef (2004): Nous n’avons jamais lu le Coran (l’Aube, Paris)
(Nunca leímos el Corán)

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